El pintor se emocionó con los maestros del Prado y se enamoró en la capital de España, donde falleció el 28 de abril de 1992. ABC evoca en este reportaje el eco de sus pasos por Madrid.
Fue primero su pasión por el arte y, más tarde, su pasión amorosa, las que le llevaron hasta Madrid, donde murió el 28 de abril de 1992. Este año hubiera cumplido los cien, pero el asma que heredó de su abuelo fue minando su salud hasta acabar, en la clínica Ruber, con la vida de uno de los mejores pintores del siglo XX.
ABC evoca a este hombre fascinante, a este genial pintor, a través de las personas que le conocieron. Michael Peppiatt fue amigo del artista durante 30 años y autor de su mejor biografía, «Francis Bacon. Anatomía de un enigma» (Gedisa). «Cuanto más indiscreto seas, mejor será el libro», le aconsejó Bacon. Pero, ¿cómo era en realidad este hombre nacido en Dublín en 1909? Allen Ginsberg lo veía como «un hombre con aspecto de colegial inglés y alma de sátiro»; Paul Bowles, como «un hombre siempre a punto de estallar»; Lucian Freud, su gran amigo durante 20 años, aunque acabaron sin hablarse, lo define como «la persona más salvaje y sabia que conozco».
Y así lo recuerda Pepiatt: «Podía iluminar el día con su ingenio y generosidad, pero también ensombrecerlo con la más profunda de sus tristezas». Era un hombre plagado de contradicciones. ¿Ángel o demonio? Ambas cosas a la vez. «Era capaz de pasar de los brazos de un boxeador a una discusión sobre Velázquez, de cenar con un duque horas antes de que un matón le diera una paliza», afirma Peppiatt. Sadomasoquista y tierno, frágil y salvaje, amante de los lujos (un té en el Ritz y una botella de Krug en el Crillon) y fascinado por las carnicerías, ateo confeso y pintor de Papas y Crucifixiones, Jekyll y Hyde... Todos ellos eran Francis Bacon. «Un hombre con la facultad de ir hasta el fondo de la vida, de llegar al límite de todas las situaciones. El resultado de sus contradicciones fue su genio», dice Peppiatt.
Entre sus grandes amistades en España, Jaime Parladé —uno de los grandes decoradores de este país— y su esposa, Janetta, amiga de juventud de Bacon y Lucian Freud. En su casa malagueña, la Torre de Tramores, pasó Bacon un mes. «Francis era adorable, inteligentísimo, gracioso, irónico, rápido, divertido, encantador, ameno, mordaz, muy amigo de sus amigos, no aguantaba a los pelmazos», comenta Parladé. «Vino a España sobre todo por razones sentimentales —añade—, porque estaba enamorado de un señor que vivía en Madrid». Diecisiete años después de la muerte de Bacon, José se mantiene en el anonimato. Tremendamente educado, dice a ABC que prefiere seguir en silencio. Casi 50 años más joven que Bacon, era un gran admirador del artista, cuenta Peppiatt. Le escribió cartas tras una exposición en Londres.
Más tarde se conocieron y se enamoraron. Es ingeniero, pero trabaja en el mundo de las finanzas. Peppiatt lo describe como «muy apuesto, bien educado, socialmente sofisticado y con una buena posición económica. Hablaba varios idiomas y le interesaba la pintura».
La única imagen que ha trascendido del Francis Bacon (a la derecha) y José Capelo (extremo izquierda de la imagen), en la fotografía se puede apreciar la diferencia de edad entre ellos - ABC |
Juntos viajaron por todo el mundo. «Fue para Bacon un regalo inesperado, una fuente fresca de energía —dice su biógrafo—. Para Francis fue un gran placer descubrir el modo de vida español. El calor seco del sur le venía muy bien para su asma. Incluso estaba aprendiendo español».
Diecisiete años después de su muerte, José, su último gran amor, sigue guardando silencio sobre Bacon
Parladé relata los viajes que hicieron él y su esposa con Bacon por Andalucía en 1972: «Le gustaba mucho el comedor del Hotel Alfonso XIII de Sevilla, tenía una bodega muy buena. También fuimos a Arcos de la Frontera, a Sanlúcar, y él nos aconsejaba qué comprar. Le gustaba el diseño de los años 20. Llegamos hasta Utrera, donde se nos averió el coche. Nos pasábamos horas charlando y bebiendo en algún bar. Los bares era lo que más le gustaba. Le encantaba el vino. Yo creo que más que el arte (se ríe)». La última vez que lo vio fue en Madrid. Visitaron juntos la gran antológica de Velázquez en el Prado y estuvieron almorzando y cenando. Fue en 1990, sólo dos años antes de su muerte. «Estuvo mucho tiempo delante de “La Venus del espejo”. Miraba y absorbía todo».
Meses después, el artista se puso en contacto con el Prado para ver si podía visitarlo un día que estuviera cerrado, cuenta Manuela Mena, comisaria de la exposición de Bacon en el Prado. «Sólo quiso ver Velázquez y Goya». Lo recuerda, muy elegante, en la Sala XII del Prado, parado ante obras como «La Fragua de Vulcano» o «Marte», mirándolas fijamente con las manos en la espalda. Andaba muy deprisa por la sala, pero se detenía mucho tiempo ante las obras. No preguntaba nada: «Vino a aprender». En las salas de Goya se detuvo especialmente ante «La familia de Carlos IV». «Yo creo que con Goya hubo más sintonía que influencia. Ambos artistas miraron a la parte más oscura del ser humano». Todavía recuerda Manuela Mena el precioso ramo de flores que Bacon le envió como agradecimiento.
Velázquez, Inocencio X, 1650. Galería Doria, Roma |
“Estudio de Inocencio X” de Francis Bacon, de 1962, vendida a traves de Sotheby´s New York, por 52.680.000 doláres USA en 2007. |
Hizo por lo menos veinte cuadros que han cambiado la Historia del Arte». Recuerda que también tenía pasión por El Greco, porque, decía, pintaba sin retoques y eso le fascinaba.
La galerista Elvira González lo conoció en los años 80. Se lo presentó Valerie Beston, encargada de llevar, desde Marlborough, todos los asuntos de Bacon y con quien años después visitaría el estudio del artista. Con el tiempo, Miss Beston se convirtió casi en una madre para él: le llevaba las cuentas, le hacía las compras en Harrods, le recogía las camisas de la tintorería... «No se me ocurre nada más terrible que ser amado por Francis», dijo ella en cierta ocasión. ¡Qué bien lo conocía! En 1977, Elvira había organizado en la galería Theo una exposición de Bacon y Picasso. «Le encantó a Bacon el catálogo y me mandó una fotografía dedicada y una nota de agradecimiento —dice mientras hojea el libro en su galería—. Picasso y él son pintores del ser humano. En las obras de Bacon no hay crítica, hay comprensión y una fuerte carga espiritual».
«Tengo voracidad de vida», confesaba Bacon a su gran amigo David Sylvester, que publicó sus fantásticas «Entrevistas con Bacon» (DeBolsillo), un libro que reúne las cinco conversaciones que mantuvieron entre 1962 y 1975. Claudio Bravo recuerda a ese voraz Bacon como un hombre «íntegro, un intelectual muy puro, cariñoso, encantador, un gran seductor, un hombre extraño pero muy divertido. Tenía mucha vida. Le gustaban los sitios peligrosos, la gente especial. Se fascinó con una amiga mía que era escritora pornográfica lesbiana. Se escapaba por las noches vestido de cuero al puerto con unos amigos rapados y llegaba al hotel a las 6 de la mañana. Nos lo pasábamos muy bien juntos y pillábamos unas borracheras tremendas. Yo no era tan resistente al alcohol como él». A Bacon era fácil verle rodeado de delincuentes, borrachos, sádicos, chaperos... «Son menos aburridos». Derrochaba a manos llenas en casinos y bares, dormía poco. Tras sus bacanales, regresaba al estudio a pintar: «Me gusta trabajar con resaca. Mi mente me martillea con energía y puedo pensar más claramente».
Peppiatt subraya su «magnética presencia, su figura satánica ataviada de cuero negro». «Completamente homosexual», como se definía el propio Bacon, pasó de ser un adolescente afeminado (su tirano padre, capitán y entrenador de caballos de carreras, por el que sentía una atracción sexual, le sorprendió a los 16 años con la ropa interior de su madre puesta y le echó de casa) a un señor maduro muy presumido (llevaba un espejo en el bolsillo), con el pelo teñido y cardado y carmín en los labios. «Era más famosa la pintura de su cara que la de sus cuadros», bromea Peppiatt. Le gustaban especialmente los zapatos y los relojes. «Vestía inmaculadamente, con ropa de gran calidad, era muy presumido. Le gustaba cuidarse físicamente, caminaba kilómetros todos los días», cuenta su biógrafo. No encajaba bien la vejez: «Detesto mi cara vieja y mofletuda, pero es lo único que tengo ya para pintar», decía con ese humor tan característico en él. Cuenta Peppiatt una anécdota divertida que evidencia ese sutil sentido del humor.
Un día le preguntó la chica de un guardarropa: « ¿Le importa que le guarde la chaqueta?» Él respondió: «Ya sé que es sólo un pedazo de piel vieja, pero a mi edad necesito tener algo a lo que abrazarme».
Jaime Parladé evoca un viaje que hizo por Andalucía en 1972 con Bacon, quien se quedó un mes en su casa
Si hay algo en lo que todos coinciden es en lo especial de la mirada de Francis Bacon. «Era absolutamente increíble, muy cálida. Te miraba profundamente con esos ojos brillantísimos; a pesar de que tenía ya 80 años, no parecía viejo; tenía una juventud especial, estaba muy vivo», dice Manuela Mena. «Me fascinaba cómo miraba, muy intensamente —comenta Carmen Giménez—.
Bacon era un cuadro viviente, su pintura iba siguiendo su cara. Es algo muy especial. Velázquez era su gran obsesión, pero le fascinaba el Picasso de los años 20 y 30. Es uno de los artistas que más me ha impresionado conocer en toda mi vida». «Miraba de otra manera; era la anticonvención», recuerda Maricruz Bilbao. Lo conoció siendo ella directora de la galería Marlborough de Madrid. Fue en Nueva York. La segunda vez que lo vio fue en Londres. Acudió junto a un periodista español que iba a hacerle una entrevista a Bacon.
Recuerda que la anuló porque no se sentía bien a causa de su asma y fue a disculparse. «Pero de repente nos vimos hablando de Zurbarán, un pintor que descubrió en el Prado, y que le fascinó. Entonces revivió y estuvimos dos horas con él». Aún recuerda la «sensación de fragilidad» que le produjo: «Se le veía tremendamente infeliz, pero cuando hablaba de pintura se le iluminaba la cara. Era un hombre fascinante. Exquisito y salvaje, como su pintura».
Bacon era un cuadro viviente, su pintura iba siguiendo su cara. Es algo muy especial. Velázquez era su gran obsesión, pero le fascinaba el Picasso de los años 20 y 30. Es uno de los artistas que más me ha impresionado conocer en toda mi vida». «Miraba de otra manera; era la anticonvención», recuerda Maricruz Bilbao. Lo conoció siendo ella directora de la galería Marlborough de Madrid. Fue en Nueva York. La segunda vez que lo vio fue en Londres. Acudió junto a un periodista español que iba a hacerle una entrevista a Bacon.
Recuerda que la anuló porque no se sentía bien a causa de su asma y fue a disculparse. «Pero de repente nos vimos hablando de Zurbarán, un pintor que descubrió en el Prado, y que le fascinó. Entonces revivió y estuvimos dos horas con él». Aún recuerda la «sensación de fragilidad» que le produjo: «Se le veía tremendamente infeliz, pero cuando hablaba de pintura se le iluminaba la cara. Era un hombre fascinante. Exquisito y salvaje, como su pintura».
Francis Bacon fue un gran sibarita. «Era muy refinado en sus gustos —comenta Jaime Parladé—. Siempre pedía unos vinos exquisitos y nos llevaba a cenar en París a restaurantes estupendos. Le encantaba el juego, comer bien y cocinaba divinamente». ¿Cuál era su especialidad? «Una salsa francesa, la beurre blanc». Le gustaban las ostras, el pescado (en Madrid lo tomaba en La Trainera; en Londres, en Wheeler's) y el huevo cocido, aunque sólo se comía la clara. Nada de postres ni café. Le encantaba el champán.
Muriel Belcher |
Bar Cock, Madrid |
La Taberna Restaurante Casa Patas |
Colony Room, en el Soho de Londres - Muriel Belcher (Edgbaston 1908–1979 |
Tres estudios de Muriel Belcher, 1966 |
'Seated Woman' — a portrait of Muriel Belcher —by Francis Bacon, 1961. ' |
Peter Lacy, |
A George Dyer, un delincuente con pinta de quinqui, lo conoció ya maduro en un bar de Soho, convirtiéndolo en su más devoto amante, al tiempo que en objeto obsesivo de su arte. Bacon mantuvo con Dyer una relación llena de altibajos, rodeada de alcoholismo, sexo y dependencia emocional. Conforme esta se iba complicando, los retratos de Dyer se hacían más oscuros y distorsionados, hasta las últimas pinturas, en las que Bacon refleja el dramático suicidio de su amante en unos lavabos de París. Años después, el pintor seguiría afirmando con rotundidad: “no pasa ni una hora sin que piense en George”.
Entre los primeros retratos de su eterno amante destacan Tres estudios de George Dyer, sobre fondo claro (1964), que reflejan a un hombre de mirada intensa, poderosa mandíbula y cabellos fuertes, o Retrato de George Dyer en bicicleta (1966), que destaca la voluptuosidad patente en las curvas de trasero y pantorrillas, donde unas manchas blancas evocan restos de semen, y que en cuadros posteriores, como en Tríptico en memoria de George Dyer (1972), se volverían oscuras, adquiriendo el color característico de la bilis y la sangre.
Y después, José. Vino a Madrid a verle en abril de 1992, desoyendo los consejos de su médico. Hay quien especula con la posibilidad de que viajó para reconciliarse con él tras una ruptura. Maricruz Bilbao ultimaba para octubre de ese año una exposición de Bacon en la Marlborough de Madrid. Recibió una llamada desde la galería en Londres que la dejó de piedra: Bacon había muerto... en Madrid. «No sabíamos que estaba aquí; él tenía muchas ganas de venir a la inauguración de su muestra». Tras padecer una deficiencia renal y respiratoria, sufrió un ataque cardiaco. Había dos monjas con él. Fue la última burla del destino. Años atrás había comentado a Burroughs: «¿Puedes imaginar algo peor que ser cuidados por monjas? Una de ellas es la hermana Mercedes, quien comenta a ABC lo que recuerda de aquellos días: «Estuvo solo todo el tiempo, nadie vino a verle.
Llegó mal a la clínica, fue ingresado de urgencias. Hubo que ponerle oxígeno, suero, antibióticos... Recuerdo que no hablaba español, pero era muy correcto y amable».
Una joven Lourdes Fernández, hoy directora de ARCO y que por entonces hacía sus pinitos en Marlborough, se trasladó hasta el Ruber para recoger sus objetos personales. «Fui a por su maleta. Hablé con la monja que estuvo con él en sus últimos momentos y me impresionó lo que dijo: “Sabía que era alguien especial”. Bacon solía decir que todo es un accidente. Resume muy bien su pintura y su vida. Todo en él era un accidente, un sufrimiento... Era un hombre atormentado».
¿Qué había en aquella vieja maleta de piel marrón? Una cazadora negra de cuero, una camisa de rayas rojas y blancas, un par de libros, unas gafas, pañuelos... «Todo perfecto, impecable», recuerda Maricruz Bilbao. Ese día, dice, estaban en la galería Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo. Fue ésta quien abrió la maleta. Bacon fue incinerado en el cementerio de la Almudena y, como dejó expresado por escrito, no hubo ninguna ceremonia, ni acudió nadie.
¿Qué había en aquella vieja maleta de piel marrón? Una cazadora negra de cuero, una camisa de rayas rojas y blancas, un par de libros, unas gafas, pañuelos... «Todo perfecto, impecable», recuerda Maricruz Bilbao. Ese día, dice, estaban en la galería Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo. Fue ésta quien abrió la maleta. Bacon fue incinerado en el cementerio de la Almudena y, como dejó expresado por escrito, no hubo ninguna ceremonia, ni acudió nadie.
«Hay que creer en nada, pero creer —decía—. La vida no tiene sentido y, sin enbargo, me excita. Siempre creo que está a punto de ocurrir algo maravilloso. No te puedes preparar para la muerte, porque no es nada». «Tras una vida llena de excesos, se fue en silencio y anónimamente», afirma su biógrafo. Los restos mortales fueron trasladados a Inglaterra.
El pintor Claudio Bravo compartió con Bacon juergas en Tánger y largas charlas sobre arte y filosofía
Escapar del infierno
«Si estoy en el infierno —decía Bacon—, siempre tendré la esperanza de escaparme». Diecisiete años después, Francis Bacon se escapa del infierno para resucitar en Madrid con la gran exposición que le dedica el Prado. No habrá obras de Velázquez junto a las suyas. Él se habría negado.
Cuando estuvo en Roma no fue capaz de ir a la Galería Doria Pamphilj para ver el «Retrato del Papa Inocencio X», que tanto le obsesionaba y tantas veces versionó. «Tenía miedo a ver ese cuadro maravilloso y pensar las tonterías que había hecho con él», confesaba Bacon a Sylvester.
Tampoco incluyó obras suyas cuando comisarió en la National Gallery la muestra «El ojo del artista» con sus obras preferidas de este museo. «Le hubiera fascinado saber que va a exponer en el Prado», comenta Manuela Mena. Especialista en el siglo XVIII y Goya, ha visto y leído todo sobre Bacon para comisariar esta retrospectiva: «He aprendido mucho con él, he descubierto su propia poesía. A pesar de la violencia de su pintura encuentras en ella una gran ternura y un interés por los seres humanos.
Su pintura tiene una técnica exquisita, una grandísima calidad (podría estar colgada al lado de las obras del Prado), energía, intensidad... Descarna al ser humano y lo deja en lo que somos». Era una trituradora: diseccionaba la figura humana hasta dejarla en el hueso, despedazaba a sus modelos hasta obtener la verdad. Sus pinturas eran como un puñetazo en la cara, un ataque al sistema nervioso; trataba con ellas de molestar, de provocar. Quería «pintar como Velázquez, pero con la textura de la piel de un hipopótamo».
Cuando estuvo en Roma no fue capaz de ir a la Galería Doria Pamphilj para ver el «Retrato del Papa Inocencio X», que tanto le obsesionaba y tantas veces versionó. «Tenía miedo a ver ese cuadro maravilloso y pensar las tonterías que había hecho con él», confesaba Bacon a Sylvester.
Tampoco incluyó obras suyas cuando comisarió en la National Gallery la muestra «El ojo del artista» con sus obras preferidas de este museo. «Le hubiera fascinado saber que va a exponer en el Prado», comenta Manuela Mena. Especialista en el siglo XVIII y Goya, ha visto y leído todo sobre Bacon para comisariar esta retrospectiva: «He aprendido mucho con él, he descubierto su propia poesía. A pesar de la violencia de su pintura encuentras en ella una gran ternura y un interés por los seres humanos.
Su pintura tiene una técnica exquisita, una grandísima calidad (podría estar colgada al lado de las obras del Prado), energía, intensidad... Descarna al ser humano y lo deja en lo que somos». Era una trituradora: diseccionaba la figura humana hasta dejarla en el hueso, despedazaba a sus modelos hasta obtener la verdad. Sus pinturas eran como un puñetazo en la cara, un ataque al sistema nervioso; trataba con ellas de molestar, de provocar. Quería «pintar como Velázquez, pero con la textura de la piel de un hipopótamo».
Un tríptico de Bacon de 1976 alcanzó en una subasta en Sotheby's de Nueva York 86,2 millones de dólares, el precio más alto pagado en subasta por un artista contemporáneo. A Bacon nunca le interesó el dinero. Habría sonreído al saberlo. Y hubiera invitado a todos a una ronda en el Colony Room.
La mejor obra de Bacon en manos privadas, esta pintura recurre a la mitología griega para describir la tragedia personal de Bacon
Bacon conoció en el Colony Room en 1976 a John Edwards, un camarero casi analfabeto y disléxico que fue como un hijo para Bacon (fue el único al que permitía estar en su estudio mientras pintaba) y al que dejó todo su legado.
«Edwards era un pesado -cuenta Claudio Bravo- y un mal educado. Se comía el caviar con los dedos. Apenas hablaba, sólo fumaba porros». Elena Ochoa, sin embargo, lo recuerda con cariño: «Era un tipo estupendo y encantandor, vividor, dulce, inteligente. Comprendo que Francis lo eligiera como amigo. No sabía leer ni escribir. Siempre sonriente. Recuerdo que sólo comía caviar y helado».
«Edwards era un pesado -cuenta Claudio Bravo- y un mal educado. Se comía el caviar con los dedos. Apenas hablaba, sólo fumaba porros». Elena Ochoa, sin embargo, lo recuerda con cariño: «Era un tipo estupendo y encantandor, vividor, dulce, inteligente. Comprendo que Francis lo eligiera como amigo. No sabía leer ni escribir. Siempre sonriente. Recuerdo que sólo comía caviar y helado».
En 1998, Elena Ochoa visitó con su marido, Norman Foster; John Edwards y Brian Clarke, albacea del legado del artista y presidente del Estate de Brancis Bacon, el estudio-vivienda que mantuvo hasta su muerte en el número 7 de Reece Mews, una antigua caballeriza de South Kensington (Londres).
Compró varias casas y se mudó en alguna ocasión, pero siempre volvía a Reece Mews. Allí pintó sus obras maestras. «Para llegar había que subir una escalera muy empinada con una barandilla de cuerda -recuerda Elena Ochoa-.
El estudio era un espacio caótico: estaba lleno de revistas, fotografías arrancadas de periódicos e imágenes de fotomatón (algunas de sus amantes) que él doblaba para crear distorsiones; imágenes de dictadores, de asesinos, de torturas; libros de medicina sobre alteraciones de la piel, de boxeo, de arte, incluso uno sobre cómo aprender español, «Spanish for travellers»; telegramas, trozos de un pantalón de pana que utilizaba para pintar, carnets...» Como única decoración, unas bombillas peladas y un espejo roto.
Compró varias casas y se mudó en alguna ocasión, pero siempre volvía a Reece Mews. Allí pintó sus obras maestras. «Para llegar había que subir una escalera muy empinada con una barandilla de cuerda -recuerda Elena Ochoa-.
El estudio era un espacio caótico: estaba lleno de revistas, fotografías arrancadas de periódicos e imágenes de fotomatón (algunas de sus amantes) que él doblaba para crear distorsiones; imágenes de dictadores, de asesinos, de torturas; libros de medicina sobre alteraciones de la piel, de boxeo, de arte, incluso uno sobre cómo aprender español, «Spanish for travellers»; telegramas, trozos de un pantalón de pana que utilizaba para pintar, carnets...» Como única decoración, unas bombillas peladas y un espejo roto.
El caos del estudio, dice Elena Ochoa, contrastaba con el orden y pulcritud de los otros dos espacios: uno combinaba la cocina y el baño. «Había un horno y un lavabo. Tenía todas las salsas y los cepillos de dientes colocados perfectamente. En su habitación, las cazadoras de cuero negro colgadas impecablemente y los zapatos perfectamente ordenados. Sobre la cómoda, libros de Velázquez, de animales...» Elena Ochoa sólo lo vio una vez. Se lo presentó un amigo en el Cock en Madrid, pero no tuvo oportunidad de tratarlo.
Sin embargo, John Edwards le ofreció la posibilidad de hacer algo con todo ese material del estudio: «Recoge sus detritus», me dijo. Y así fue. Tras seis años de trabajo e investigación, en 2006 nació «Detritus» (Ivorypress), 25 maletas (reproducciones exactas de una que se halló en casa de Bacon) con 75 facsímiles de objetos seleccionados de los 75.000 hallados en su estudio.
Sin embargo, John Edwards le ofreció la posibilidad de hacer algo con todo ese material del estudio: «Recoge sus detritus», me dijo. Y así fue. Tras seis años de trabajo e investigación, en 2006 nació «Detritus» (Ivorypress), 25 maletas (reproducciones exactas de una que se halló en casa de Bacon) con 75 facsímiles de objetos seleccionados de los 75.000 hallados en su estudio.
«Resume perfectamente cómo fue su proceso creativo, la savia y la raíz de su creación. Era un hombre tremendamente inteligente, extremadamente profesional y perseverante, un trabajador infatigable, con una gran fuerza interior y muy amigo de sus amigos».
John Edwards donó en 1998 el estudio de Reece Mews a la Hugh Lane Gallery of Modern Art de Dublín. Se reconstruyó allí pieza a pieza y se abrió al público en 2001. Era parte del legado que recibió de Bacon (cuadros y propiedades inmobiliarias por valor de unos 11 millones de libras) y que generó una agria disputa entre su heredero universal, John Edwards, y la galería Marlborough, representante de Bacon desde 1958. El albacea del legado de Bacon, Brian Clarke, acusó a la galería de haber estafado y explotado al artista durante años, al tiempo que reclamaba el paradero de unas treinta obras. Un largo y costosísimo pleito en Londres acabó con la firma de un acuerdo en 2002. Edwards murió en Tailandia un año después.
Bacon, que falleció en Madrid el 28 de abril de 1992, recurrió a elementos como el dolor, la angustia, la muerte y el sexo para realizar su obra, si bien él mismo se declaraba realista, y no tanto expresionista, y manifestó en cierta ocasión:
"Cuando se es fiel a la vida, se es inevitablemente macabro porque finalmente se nace para morir".
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